Aproximadamente 200 A.C., un sabio griego de nombre Polibio, recogía en su obra “Historias” el crecimiento del poder romano, el desarrollo de su constitución política y su influencia extensiva en las naciones circundantes. Es en el Libro VI de esta obra que el autor plantea una teoría sobre los riesgos o degeneraciones de la democracia, tomando como referencia para su análisis las posturas platónicas y aristotélicas sobre las formas de gobierno clásicas.
Así, Polibio afirma que toda forma de gobierno tiende a la perversión y llamó a este ciclo anaciclosis, cuya etapa final resultaría en un sistema democrático con riesgo de derivar siempre en demagogia u oclocracia. Este último término y su significado han llamado poderosamente mi atención dada nuestra compleja coyuntura política.
Pero ¿qué significa oclocracia? Polibio señala que las sociedades con el tiempo suelen olvidar los principios que inspiraron la democracia y se dejan manipular por medios populistas que sustituyen a los principios y valores olvidados. La ambición de aquellos que disfrutan del poder y la riqueza se ve limitada por el sistema democrático, de manera que ven en su perversión una oportunidad, entonces siembran y promueven en la masa del pueblo – siempre apasionada e irreflexiva – el caos, manipulando y viciando su participación de los asuntos políticos. El gobierno de la muchedumbre, de la voluntad de la mayoría, pero no de la voluntad general.
¿Cómo cuidar que la democracia no degenere en oclocracia? Pues con instituciones políticas resistentes a la muchedumbre, es decir, resistentes a la “aprobación” de las mayorías que representan segmentos de la sociedad, si bien cuantiosos estos solo representan asociaciones parciales.
En el Perú, durante este último gobierno (2016-2021), elegido por voluntad general a través de un proceso electoral democrático, las crisis políticas a causa del enfrentamiento entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo ya son incontables. El primero ha sido tachado como el peor Congreso de la historia de la república y el segundo tristemente conformado por un grupo sin ideario político ni estructura partidaria que lo respalde.
Durante estos últimos tres años se ha hablado de disolver el Congreso como quien habla de cambiar de sombrero. Pese al desprecio que merecidamente padece, nos referimos al poder que por excelencia representa a los ciudadanos y cuya constante amenaza es aplaudida intensamente por aquellos que a través de su voto libre escogieron a los miembros que hoy lo conforman; lo que demuestra diáfanamente la debilidad de nuestras instituciones en el sistema democrático del país.
Frente a esto, resulta más alarmante aún que otro poder del Estado, el Ejecutivo, atice las brasas de este ánimo incoherente de las masas, que en lugar de exhortar al orden y hacer prevalecer los principios democráticos que sostienen nuestra república, promuevan el vicio de la voluntad general del pueblo reflejada en sus instituciones políticas a cambio del aplauso y la ovación pública.
Cuidado con caer en oclocracia. Si bien la experiencia que va dejando este periodo de gobierno nos plantea la urgencia de reformas políticas, no debe desestimarse en valioso rol de las instituciones en la democracia. Las personas pasan, las instituciones quedan.
Isabel Manrique.
Abogada. Fundadora del Círculo Académico “Paideia” de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la UNASAM. Directora de Formación Juvenil, miembro del Consejo de Redacción de la Revista Testimonio y colaboradora de la Revista Pensamiento Social, del Instituto de Estudios Social Cristianos. Egresada de la Escuela Electoral y de Gobernabilidad del JNE. Becaria del programa Emerging Leadears en Washington DC de la Embajada de E.E.U.U. en Perú; y del programa de Formación Política de la Fundación Konrad Adenauer.
Buen artículo.
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