Arturo García Opinión

Evo, las lecciones del tiempo

Empezábamos a tomar nota del giro de las elecciones españolas en las que el inesperado Vox clava en definitiva su estandarte en la plural España de este naciente siglo. Seguíamos el eco de los reclamos resonando Chile, poco a poco aplacados por un presidente que ya entendió que en las calles no se piensa igual que en los palacios. En México se enterraban  mujeres y niños mormones asesinados de modo extraordinariamente cruel por narcotraficantes. Cuando en Bolivia se precipitan los acontecimientos y dimite el  gobernante de más larga data que nos quedaba.

Desde el flanco de la izquierda se quieren forzar análisis ultra simplistas de la situación. No, no eran de la misma naturaleza las protestas en las calles de Bolivia que en las de Chile. No fue, en estricto sentido, un golpe de estado, aunque se le parezca. No es comparable su estancia al frente del gobierno con el de Angela Merkel en Alemania, como escribió primero un ideólogo del gobierno mexicano y posteriormente la jefa de gobierno de la Ciudad de México.

Evo Morales ha caído de la misma forma en que lo hacen quienes, elevados al poder, se obnubilan y no saben de la lectura de tiempos, modos y circunstancias, y se diseñan residencias en paraísos mentales.

Perdió un plebiscito para determinar si podía presentarse a una reelección y lo perdió. Pero fue ignorante del lenguaje de las urnas, del pueblo y decidió que de cualquier modo tenía ese derecho, casi ius natural, por encima de lo que establece su propia Constitución.

Se presenta a las elecciones y en maniobras ya comprobadas fraudulentas se suspende el conteo cuando todo perfilaba que no ganaría en primera vuelta y tendría que irse a una final impredecible, pero con casi la mitad de probabilidad de derrota. Y al final, con el control de jueces electorales, se ostenta triunfador sin aduana, pero con evidencia de serlo  ilegal. Y eso detona el incendio que rápidamente se propagó por todo el país. Un incendio conducido desde liderazgos sociales, no políticos, en calles y plazas.

La estocada final viene de un detallado estudio de la OEA en que demuestran con científica evidencia el fraude electoral y la recomendación de repetir las elecciones. Con la mordida de la ira literalmente en la acera de su casa, reconoce la necesidad de nuevos comicios. Demasiado tarde.

Ya para entonces había perdido toda legitimidad, y con ella todo el apoyo que sostiene en su lugar a un gobernante.  Las fuerzas armadas, antes a su lado durante todos sus años presidenciales. La policía de todo el país. La central Obrera Boliviana. La OEA. El Congreso. Las regiones. Sólo México y Venezuela lo habían reconocido como presidente electo.

Se ha invocado que la petición de renuncia del jefe de las fuerzas armadas lo vuelve una renuncia contra su voluntad, forzada, y por tanto ilegal, un golpe de estado.  Pero no hay modo de verificarlo porque no se quedó a confirmarlo. La partida la ganó el miedo a ser juzgado.

Hay además, como en toda crisis, una fractura ahora visible, entre creencia y realidad.

En un lado su autoimagen de superioridad. El, que desde las periferias, desde su condición indígena, mejoró las condiciones de vida de sus ciudadanos, que bajó los índices de pobreza, de analfabetismo, que aumentó los de prosperidad, que renuncia con un último y supremo gesto de abnegación por su pueblo, víctima de una persecución racista y oligárquica, para segar con su inmolación la violencia.

Por el otro lado, la desnuda fragilidad de sus asideros, de su incapacidad de leer las circunstancias, los tiempos, los modos, los límites. Pudo irse por la puerta grande, con los logros a cuestas y continuar su idea y su movimiento con nuevos y renovados liderazgos. Aun le hubiera bastado no intentar forzar el aparato legal e ir a una segunda ronda, y hasta perderla sin merma de prestigio y prepararse para las casi seguras vueltas de la política. Pero Evo ya no estaba ahí, en la realidad de las urnas y la necesidad de renovación. Nada como saber retirarse a tiempo. Era falsa su permanencia, y verdadero su mito.

Arturo García Portillo.
Político mexicano miembro del Partido Acción Nacional, del que fue integrante de su dirigencia nacional por varios años. Fue Diputado Federal, secretario de las comisiones de relaciones internacionales y comunicación. Consultor en campañas electorales y comunicación.  Colaborador habitual de la Fundación Konrad Adenauer. Actual asesor de la alcaldesa del municipio de Chihuahua, Mexico.  

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