Cuando las generaciones adultas defendemos los hábitos de consumos culturales que ya no son dominantes, buscan asistir a los demás para que se conviertan “ser mejores personas”, o simplemente nos impulsa “el dolor de ya no ser”, como dice el tango. Parecen dos caras de una misma moneda, ¿no es cierto? Se habilita así una interrogación urgente: ¿no ha sucedido antes que una generación afirme que la siguiente no sabe apreciar el arte o no que no saben divertirse? No olvidemos que esa elección sólo se basa en un criterio compartido por un grupo social, que, por definición, es momentáneo. Quienes nos precedieron no coincidían pues tenían sus propias rutinas y quienes son jóvenes tampoco, por el mismo motivo. Por lo tanto, ¿quién los ha convencido que hemos construido el modelo perfecto (por lo tanto, atemporal) de goce de la música, la lectura, el deporte y que cualquier modificación, es una afrenta no a nosotros, a nuestro ego generacional, sino a la humanidad en su conjunto? El afán pedagógico que nos asalta cuando vemos a un adolescente sentado en una playa concentrado en su celular, y decimos en voz alta adoptando el rol de la conciencia social: “están embobados todo el día con ese aparatito”. Y sentimos un aire de suficiencia enorme, tan grande como la brecha de subjetividad que jamás podremos subsanar. No hacemos el más mínimo esfuerzo por salirnos de nuestras certezas, que apenas están avaladas por quienes tienen nuestra edad, y determinamos con indubitable autoridad cómo se debe disfrutar de un día frente al mar. ¿Hemos sido tan felices en nuestra adolescencia que estamos seguros de que deben repetirse las costumbres? No parece que nos incentive el amor al prójimo, sino más bien el temor ante la incertidumbre de un mundo en transformación, que cada vez nos tiene menos en cuenta.
¿Por qué queremos que ellos vivan como nosotros? ¿Y si quisieran que vivamos como ellos? Afortunadamente, la juventud no nos obliga a adoptar sus señas identitarias. Hay quienes lo hacen considerando que pueden engañar al tiempo, pero si nos damos cuenta es porque no lo logran.
Las fuerzas de asimilación (o imposición) cultural que tenemos deben caducar, no sólo porque es un esfuerzo que nos envilece, sino además porque no estamos tratando de colaborar en la urgente tarea de la inclusión para que la diversidad no sea tan difícil de ejercer.
El diálogo entre generaciones no puede estar sujeto a “bueno-malo”, hacen falta otras categorizaciones que superen el binomio. Eso no significa que no existan posibilidades de legarles a las próximas generaciones algunos valores y saberes que pueden servirle, pero tendremos que restablecer nuestra humildad: aquello que creemos que ellos necesitan no es necesariamente lo requieren. Damos una respuesta sin detenernos en la pregunta. Tal vez es lo que nos legaron quienes nos precedieron: el autoritarismo. Y bien sabemos que no funcionó: aún con las mayores prohibiciones y los castigos físicos, igual buscábamos hacer lo que nos apasionaba. Hoy nos toca poner las reglas a nosotros. ¿Estamos preparados?
Luis Sujatovich.
Profesor, Doctor en Comunicación Social. Se desempeña como docente investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (Argentina). Fue becario posdoctoral en CONICET y realizó una estancia de investigación posdoctoral en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Castilla – La Mancha (España). Es autor del libro Prensa y Liberalismo publicado en 2019.
Excelente columna Profe!!!!