De la sociedad de la información hemos llegado a la del empacho digital. La sobrecarga de datos que invade nuestra vida está provocando un perverso efecto bautizado ya como infoxicación, infobesidad, o incluso infodemia, si hablamos de la difusión permanente de noticias veraces o falsas sobre la peste china que nos sacudió y aún colea. La realidad virtual está sustituyendo a la real a pasos agigantados, y si la verdad nos hará libres, como confían las escrituras, estamos entonces a punto de acabar entre las rejas impuestas por el algoritmo. La sucesión acelerada de primicias, ciertas o no, traslada la veracidad a lo que salga por las pantallas y merezca más “me gusta” en las redes, porque ha de saberse que esta hiperconexión neurótica está generando nuevos oráculos de ese pésimo nivel, imprescindibles ahora para interpretar el mundo.
Ante esta preocupante coyuntura, ¿procede retornar a lo analógico? Antonio Pau se ha atrevido a insinuarlo, en su interesante y documentado ensayo sobre la huida de este tecnoestrés que nos atolondra. Pero más bien cabría reflexionar sobre esa parte aciaga de la digitalización, enfrentándola a través de una pedagogía sensata que debiera empezar por los centros escolares y la educación familiar.
Nunca como hasta hoy habíamos tenido a nuestro alcance, y automáticamente, acceso a tan colosal fuente de conocimiento. Ni el enciclopedismo lo logró. Pero, a diferencia de este gran movimiento dieciochista, que buscaba erradicar la incultura, internet está engendrando auténticas hordas de ignorantes 5.0 que son además bastante poco cautos, al exhibir a todas horas sus carencias por los más diversos escaparates de la comunicación. De ese inconmensurable caudal de sabiduría disponible no tengo claro que nos estemos beneficiando como debiéramos, sino que más bien la red puede estar multiplicando unos problemas que antes no existían y de los que nadie nos había avisado.
Esta saturación informativa impide, también, separar el grano de la paja. Y esa es siempre una inmejorable manera de manipular, porque no hay nada como tener a la gente entretenida en continuas novedades banales para impedir que se centren en lo principal. El resultado es una ciudadanía que se queda en lo anecdótico, sin penetrar en el fondo de las cosas. Ahí hemos de situar, entre otros, el tibio reproche social ante escándalos ligados a dirigentes envueltos en mayúsculos fraudes académicos o súbitos enriquecimientos, que pasan desapercibidos al sepultarse de inmediato por otros sucesos similares al día siguiente, desdibujados u olvidados entre constantes cortinas de humo.
Desde luego, esta indigestión solo tiene cura haciendo un uso comedido de las infinitas fuentes de información, limitándolas a lo imprescindible. Y escogiendo aquellas que contribuyan a una opinión pública sana, que es la presidida por referencias contrastadas en términos de certeza y rigor. Lo demás es grasa llamada a acumularse en nuestras neuronas para impedir que podamos gobernarnos como corresponde, empezando por los asuntos más prosaicos y terminando con la elección de un parlamento.
Si el criterio es la norma para conocer la verdad, hemos de conseguir que lo digital nos ayude en ese empeño, algo que no parece suceder en la actualidad. Precisamos con urgencia navegar por internet sabiendo sortear su infinito material tóxico, y especialmente a través de canales que garanticen una travesía segura por aquel otro que resulte aprovechable. De no ser así, el naufragio se impondrá más pronto que tarde, sobre todo para esa creciente colección de “genios” que se creen que lo único creíble es lo que sale de sus propios dispositivos, y para los que las sensaciones (vibraciones, las llaman), han de primar sobre las deducciones, experimentando cada segundo un espejismo cretino, vanidoso e impaciente.
*Esta columna se publicó en www.lne.es
Javier Junceda. Jurista y escritor español. Académico de las Reales Academias Española y Asturiana de Jurisprudencia, de la Norteamericana de la Lengua Española y de la Peruana de Derecho. Columnista, compagina la docencia universitaria con el ejercicio de la abogacía en su propia firma. Cree en la España de ambos hemisferios. Y que procede conservar lo que merece la pena ser conservado.
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