La ficción contemporánea tiene un límite que parece infranqueable: sólo se recibe con beneplácito aquello que se ajusta a nuestra subjetividad. No parece que exista una censura con mayor fuerza que aquella que nace de las propias convicciones que la sociedad avala. Una serie, una película o un libro no tiene permiso para contar algo por fuera de la sensibilidad actual, no hay manera de abordar una narración (en cualquier soporte y género) que no se ajuste con meticulosidad a los valores dominantes. Y eso no los invalida, porque son el resultado de conquistas de derechos y de batallas culturales que, por definición, siempre son extensas, arduas y con múltiples víctimas. Por lo tanto, no se discute la ampliación de derechos (¿sería posible algo así?) ni la ferviente búsqueda de construir empatía para los minorías, entre tantas otras loables iniciativas. La cuestión es que ese afán impide que la imaginación tenga libertad.
Si tuviésemos que elaborar un material acerca de la historia argentina de las primeras décadas del siglo XIX, ¿se podría mencionar la supremacía masculina sin hacer juicios de valor, es decir, comprendiendo que en otras épocas el machismo fue dominante sin discusiones? Recurrir a los materiales de prensa de la época, probablemente, nos acarrearía una sanción por parte de las autoridades, fundamentalmente en la educación primaria y secundaria. También sucedería algo semejante con programas de televisión de 1990 y con películas de casi todo el siglo XX. En consecuencia, nuestra exploración del pasado no podría realizase sin transformar esos acontecimientos para que sean agradables (o al menos aceptables) a nuestra forma de pensar.
La exigencia por ajustar cualquier relato a los estrechos márgenes de lo bueno y lo bello (dado que la categoría de verdad, inevitablemente, queda excluida) nos hace retornar al realismo, aquel movimiento artístico europea de mediados del siglo XIX. Con una diferencia muy importante: si en aquellos artistas (Balzac, por ejemplo) la objetividad estaba al servicio de las particularidades de la vida parisina, con el anhelo de dar testimonio de los elementos que la componían, la versión actual, invierte los roles: y en vez de poner el texto al servicio de la realidad para dar una sensación de objetividad y amplitud en la narración, se pone la realidad al servicio del texto. Y entonces se monopoliza la subjetividad y nada que no sea traducible a sus valores puede ser tenido en cuenta.
Se debe considerar, a su vez, la suerte de aquellos acontecimientos que no cumplen con los requisitos para ser narrados. Porque el movimiento hacia una versión inclusiva con aspiraciones totalizantes también tiene sus límites, no sólo por las aversiones sino porque hay hechos históricos, cuentos, personajes y artistas que no permiten que se los adapte. Y entonces, ¿qué sucederá con ellos? Si nuestra personalidad o nuestro pasado se resumen a mencionar las virtudes, ¿podremos asegurar que se trata de un ejercicio ficcional o de engaño enfermizo?
Si la ficción padece de grandes restricciones, para abordar la realidad es esperable que nos falten cada vez más recursos.
Luis Sujatovich.
Profesor, Doctor en Comunicación Social. Se desempeña como docente investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (Argentina). Fue becario posdoctoral en CONICET y realizó una estancia de investigación posdoctoral en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Castilla – La Mancha (España). Es autor del libro Prensa y Liberalismo publicado en 2019.
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