Columnas Manuel Escorza

Una verdad bajo sospecha

Todavía recuerdo el día en que mi padre me fue a recoger muy temprano porque esa mañana postulaba a la universidad. Habíamos quedado en que pasaría a las 6 y 20 de la mañana y yo me había preparado durante largos meses para el examen de admisión.  Examen al que llegaba con cautela porque postular a la universidad era todo un acontecimiento, una ilusión, pero también una prueba que me generaba angustia porque significaba para mí el fin y el comienzo de una etapa, y además, obviamente, el sueño acariciado de entrar a la universidad.

Cuando llegamos, encontré una cola de varias cuadras. Postulábamos aproximadamente 12 000 personas. Entraría el cinco por ciento. Y recuerdo que cuando empezó la prueba me sentí completamente solo frente a un cuadernillo de varias páginas y un lápiz para marcar. Todo era silencio, había una tensa calma, y el examen en sí era una feroz competencia.

La universidad significaría para mí años de felicidad.  Felicidad acompañada también de años de dedicación y de exigencia. Los primeros ciclos nos ponían cursos por las mañanas y las tardes, quizás para generar una integración entre los alumnos, tal vez para hacer de la universidad un hábitat de estudio, formar un alma mater, y de paso, de alguna manera, también, para evitar que los estudiantes trabajaran. Por lo mismo, las horas libres eran aprovechadas para ir a la biblioteca o para reunirnos en el patio de letras o a alguna de las cafeterías. No existían muchas maestrías. Eran realmente pocas las que entonces se dictaban.

De cuando en cuando se producían también debates, eventos musicales o recitales de poesía. Y es que la universidad no solo era un lugar de estudio sino también un espacio que facilitaba la integración, el conocimiento, la crítica y la reflexión. Era un campus dedicado a impulsar el desarrollo personal y también un crecimiento colectivo.

El tiempo transcurrió, el Perú cambió, la población creció, y las necesidades fueron otras. Prácticamente todas las universidades se fueron transformando en instituciones masificadas. El Estado no abrió nuevos centros de estudios, tampoco los potenció, pero aparecieron muchas de índole privado. Con el auge de esas universidades llegaron también maestrías casi de toda índole, las que resultaron necesarias para una población estudiantil que encontró en ellas un camino hacia la especialización.

Como era lógico, la administración pública empezó a exigirlas como requisito para ocupar determinados cargos o para ascender en el trabajo. Y fue así como muchos funcionarios públicos y miembros de las fuerzas armadas o policiales emprendieron el camino de esas maestrías.

Uno podría decir qué maravilla, estamos en un país con funcionarios bien formados, eso está muy bien, pero eso no ha sido necesariamente así, por lo menos no en algunos casos. La exigencia, el requisito de la maestría o del doctorado para ascender en el sistema imperante, convirtieron a las maestrías más que en un espacio de vocación, en una obligación de trámite burocrático, indispensable para desarrollar una línea de carrera. Hasta ahí, eso es entendible. Pero por lo mismo, no faltaron los que, en su deseo de cumplir con esas exigencias, se acomodaron a ellas como pudieron.

Hacer una maestría en cualquier país implica tiempo, dedicación, mucha lectura (repito mucha lectura) e investigación. De lo que se trata no es solamente estudiar sino de desarrollar aptitudes para la investigación. Y no es nada fácil hacerla si uno trabaja 12 o 14 horas diarias, si se trabaja en la administración pública hasta las 9 de la noche, si uno está sujeto a cambios de turnos, a diligencias nocturnas, si se debe efectuar viajes de trabajo, si se está criando niños. ¿En qué momento se puede estudiar con la calma del caso y la dedicación requerida? No obstante, muchos funcionarios públicos y también miles de profesores o jueces y/o fiscales o funcionarios municipales, emprendieron ese camino como pudieron. 

Se dice, por ejemplo, que el ex presidente Castillo y su esposa jamás hicieron sus tesis, que estas fueron literalmente encargadas, y hasta se afirma que fueron compradas en una fotocopiadora que hasta ahora existe.

Hay una diferencia abismal entre el ex presidente y la actual Fiscal de la Nación.

El primero es un corrupto y antidemócrata, destructor del Estado. La segunda es una clara combatiente de la corrupción. Pero desde esta perspectiva, su silencio no está contribuyendo a darle tranquilidad a quienes solicitan claridad en el tema de sus estudios.  El país en líneas generales la apoya. Sus intervenciones han sido bastante sobrias e importantes. Por lo mismo, ella debería ser la primera en dar luces sobre su situación académica, en vez de permitir que se levanten suspicacias y especulaciones de diversa índole.

Mucha tranquilidad le daría al país y a su equipo de trabajo que responda las preguntas que algunos se hacen sobre el tema.  Toda persona que ha obtenido un título con años de estudio está naturalmente orgullosa de eso. ¿Por qué no lo aclara? Si ella estuviera asignada a un caso similar al suyo, sería la primera en sospechar que algo no está bien ahí.

Ella además está haciendo un trabajo importante por el Perú. Su trabajo hoy más que nunca es necesario. Y sería una lástima que todo ese esfuerzo de lucha y de enfrentamiento a la corrupción se fuera por la borda por una posición de silencio que llama la atención y cuya suspicacia seguirá creciendo mientras ella misma no lo aclare.

Pero, más allá de eso, esta situación refleja una realidad de la que se habla muy poco. La administración pública exige a sus funcionarios más formación y estudio, sin darles las facilidades del caso en términos de horario y de carga laboral, para el cumplimiento dicho fin.

Estudiar cuesta trabajo y requiere de tiempo y atención. Tiempo para elaborar, para pensar y para leer. La ausencia de un apoyo real puede producir “maestrías para salir del paso”, por decirlo de alguna manera.

Estos temas de discusión tienen un origen previo a la reforma universitaria. Y si realmente creemos que sólo a través de un esfuerzo educativo podremos transformar nuestro país, entonces debemos entender que hoy en día es necesario sincerar la enseñanza, el aprendizaje y los sistemas de titulación.

De lo que se trata es de impulsar un crecimiento y el desarrollo personal de quienes deciden seguir estudiando, de que con ello la sociedad tenga a ciudadanos aptos para la investigación y al servicio de todos. La necesidad de acumular diplomas sin las adecuadas facilidades de estudio puede estar generando una forma de entelequia, quizás incluso cierto comercio de tesis, tal vez una falta de consistencia en la formación de algunos funcionarios que estudian para cumplir con la meritocracia.

A veces siento que ese tipo de universidad que hace unas décadas nos acogió, nos formó y nos dio una identidad, y que nos permitió una convivencia universitaria, y dialogar e intercambiar ideas y miradas del Perú, usufructuando de sus instalaciones, de sus jardines y de su protección, forjando entre nosotros un alma mater, ya no es la misma de antes. Las universidades crecieron, se multiplicaron y se masificaron. El sistema universitario creció enormemente, y precisamente por eso es necesaria una adecuada supervisión sin que esto atente contra su autonomía.

Manuel Escorza Hoyle
Abogado y psicoterapeuta

2 comments on “Una verdad bajo sospecha

  1. Alfredo SSD

    Gran descripçión de los maravillosos años universitarios que nos formaban como profesionales y como personas. Buen artículo!!

  2. Luis Abarca

    Felicitaciones Manuel.
    Excelente artículo.

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