La migración forma parte de la subsistencia humana. Siempre ha sido un fenómeno natural propio de la necesidad de sobrevivencia, de la búsqueda de una mejor adaptación con la naturaleza, de las necesidades de la vida, de la búsqueda de bienestar, o de la imposibilidad de un hábitat adecuado.
Los animales también migran. Han migrado desde antes de la aparición de los seres humanos y lo seguirán haciendo en busca de un mejor clima, agua, luz y sol. Huyen del hambre migrando, y también migran para llegar a lugares más propicios para su reproducción y perpetuar así su especie. Siempre ha sido así. Y los seres humanos, por las mismas razones, y otras propias de la civilización, no hemos sido la excepción.
Si no fuera por esa primera gran migración que trasladó a los hombres de África a Europa del este, hoy nos estaríamos aquí. Los vikingos migraron masivamente en busca de una tierra más amigable, y con su migración llevaron también su mitología, su audacia, su energía y su terror. Los bárbaros, al tomar Constantinopla, en el fondo también migraban. Y la diáspora judía transitó por casi todo el mundo en busca de oportunidades, de espacios de desarrollo, y de una mejor existencia para su pueblo.
Y es que los seres humanos necesitamos de espacios para sobrevivir, para realizar con alegría nuestros rituales y pronunciar nuestros cantos, para respirar nuestra libertad, para alimentarnos, para desarrollarnos y para mirar con fe el futuro de nuestros hijos. Siempre ha sido así, y seguramente siempre será así.
Obviamente, hoy en día la migración moderna se da en el marco de códigos civilizados entre los países, con tratados y legislaciones de por medio. Pero también es impulsada masivamente por ciertos “trastornos” de la civilización. Me refiero a las dictaduras, la guerra, la persecución, la falta de trabajo, la falta de salud, la discrepancia política, la falta de libertad, la inseguridad. Pero también a la reacción frente al hambre, a la falta de habitación, y a la necesidad de salir de la indignidad, para evitar que los hijos, de grandes, se tengan que regalar por un plato de comida o se alimenten de la delincuencia.
América latina vio la migración chilena en la época de la dictadura. Si no se iban, a más de uno lo hubiesen matado. También vimos la peruana en la época del terrorismo y la hiperinflación. Hay que recordar que el proyecto social de Sendero Luminoso era sólo de un millón de personas. Los demás hubiesen sido asesinados o simplemente huido. Y la migración mexicana es tan grande, que hasta impacta en las elecciones norteamericanas. Hoy en día se pre anuncian nuevas migraciones masivas, como la nicaragüense. Y así será siempre, por una u otra razón los seres humanos migrarán.
Desde esta perspectiva, la migración es inevitable. Pero una cosa es migrar en cauces normales y formalmente establecidos, y otra, muy distinta, migrar en el marco de una estampida generalizada, estimulada por un Estado, a costa de la inestabilidad social y económica de los países vecinos.
Venezuela ha hecho de sus migrantes casi un producto de exportación. Y al hacerlo se desentiende de ellos, los expulsa por pobreza y carencia. No puede darles atención médica, trabajo, salarios mínimamente dignos en su territorio, y por lo mismo se produce una estampida, en el fondo calculada y prevista por su propio gobierno. Esto es el producto de su pésima gestión gubernamental en dictadura, la misma que afecta al PBI de toda la región latinoamericana, y además desregula los sistemas de salud de los países vecinos, aumentando notablemente la informalidad y las necesidades de apoyo social. En líneas generales, la diáspora venezolana no aporta impuesto a la renta y reemplaza la mano de obra, de por sí barata, en todos los países del vecindario.
El tema se complica aún más cuando este fenómeno constituye una política gubernamental en Venezuela ante la imposibilidad de hacerse cargo de sus connacionales. Ya en la década del 90, Caracas era calificada como la ciudad más violenta del continente. Los asaltos, los secuestros, los asesinatos, hicieron de esa ciudad la más insegura de la región.
Ahora, décadas después, Venezuela ha expandido a toda la región sus matices delictivos, los mismos que han sido de terror en ese país. Detenerse en carro en Caracas es una acción riesgosa desde hace treinta años. Ser asaltado en un cajero automático es algo muy común desde hace décadas. En Venezuela hay una larga lista de personas que fueron secuestradas, y hay quienes afirman que en realidad se ha tratado de una política de Estado para sacarle plata a los más ricos.
El Perú ha sido noble y generoso con la migración venezolana. Hizo lo que correspondía. Venezuela alguna vez lo fue con Perú. Pero de un buen tiempo a esta parte, la delincuencia y la violencia se ha visto exponencialmente potenciada por asaltos o excesos provocados por miembros de esa comunidad. Prácticamente todos sabemos de casos de venezolanos que asaltan con sus motos, extorsionan, contestan mal o amenazan si no se les da dinero o si se les llama la atención. ¿Tiene sentido acogerlos en esas circunstancias? A mí me pasó una anécdota inaudita hace unas semanas. Entraba en carro por una transversal a la avenida Larco, y de pronto el tráfico se detuvo. Luego de aproximadamente 10 minutos o más, bajé del carro para ver qué pasaba. Había dos extranjeros en medio de la pista riéndose y conversando entre ellos, sin importarles la cola de carros que su comportamiento estaba ocasionando. Nadie se atrevía a llamarles la atención por miedo a ser agredidos o golpeados por ellos. Si alguien les decía algo, seguramente se hubiese generado un escenario de violencia física. Nadie hizo nada. El asunto terminó cuando otra persona a fin a ellos los llamó risueñamente, y decidieron conversar a 15 metros de la pista. La trama duró casi 20 minutos. Hechos como estos, u otros de delincuencia, como llamadas de extorsión, sicariato, o tratos malcriados o amenazantes, son inadmisibles. Para eso no pueden estar en el Perú.
Pero no nos equivoquemos. No podemos utilizar a la diáspora venezolana para encubrir las carencias del sistema peruano. Antes que llegaran los delincuentes del extranjero, el Perú ya era un país inseguro. Inseguridad que el Estado peruano y sus municipios no supieron combatir.
El Perú siempre tuvo fronteras que en la práctica han sido una coladera, coladera para el pase de contrabando, para el tránsito de la delincuencia, para la minería ilegal, para el tráfico de combustible, para rutas clandestinas para introducir de noche productos sin pago de impuestos, coladera para el pase de droga y de carros robados, etc. Y eso no es un secreto para nadie. Por eso resulta extraño que recién ahora que Chile ha reaccionado, se cuiden mejor las fronteras, las mismas que siempre han estado desvalidas ante la ilegalidad del comercio ilegal.
Se dice que en la actualidad hay dos millones de venezolanos en el país. Esto, al parecer, no fue tomado en cuenta hace unos años, como tampoco ahora se está considerando que pronto serán tres millones, con los nuevos migrantes y los niños que nacerán en las familias venezolanas.
En un país dónde las elecciones a la presidencia se deciden por veinte tantos mil votos de diferencia, la nacionalización de miles de extranjeros pronto marcará la diferencia, al punto que serán ellos los que terminarán decidiendo la agenda electoral.
Venezuela es un país maravilloso e inmensamente rico en recursos. Tiene playas preciosas, un trópico de muy buen clima. Tiene petróleo, oro, plata, diamantes, un vasto llano para los cultivos. Es un país de fácil adaptación para los extranjeros, su gente no es xenofóbica, sus mujeres son hermosas, los venezolanos son sociables y han sido en el pasado generosos con el pueblo peruano. Es un país que entró en caída libre a raíz del gobierno de Carlos Andrés Pérez, cuya corrupción dio pretexto y discurso para el autoritarismo.
Una cosa es el pueblo venezolano y su necesidad de apoyo solidario, y otra, muy distinta, la delincuencia. Esta última no tiene nacionalidad. En cualquier parte del mundo la delincuencia es delincuencia, y por lo mismo debe ser combatida con severidad. El Perú no debe ser la excepción en esa tarea, pero si se hubiese combatido de manera efectiva la delincuencia peruana desde un inicio, mucho de lo que viene ocurriendo no hubiese pasado. Pues ahí, en haber permitido que crezca la violencia peruana, radica el comienzo del problema.
Y esto tiene que ver con seguridad ciudadana, combate a la delincuencia, apoyo a la policía, análisis e inteligencia, capacidad e infraestructura carcelaria, elaboración de normas, decisión política, cuidado de las fronteras, planeación y política proyectiva.
Manuel Escorza Hoyle
Abogado y psicoterapeuta
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